De nuevo aquí me tienes, Jesús mío,
confuso y humillado ante tu altar.
Sin saber qué decirte ni qué hablarte.
Ansioso solamente de llorar.
Vengo del mundo, vengo del combate,
cansado de sufrir y de luchar.
Traigo el alma llena de tristezas
y hambriento el corazón de soledad.
De esa soledad dulce, divina,
que alegra tu presencia celestial.
Donde el alma tan sólo con mirarte,
te dice lo que quiere sin hablar.
Mis miserias Señor aquí me traen.
Mírame con ojos de piedad.
Soy el mismo de siempre, Dueño mío,
un abismo infinito de maldad,
un triste pecador siempre caído,
que llora desconsolado su orfandad,
y gime bajo el peso de sus culpas
y ansía recobrar su libertad.
Soy un alma sedienta de ventura,
un corazón que muere por amar
y abrazarse en la llama inextinguible
del fuego de tu eterna caridad.
Concédeme Señor, que a ti me acerque,
permite que tus pies llegue a besar.
Déjame que los riegue con mi llanto
y sacie, en ellos, mi ardoroso afán.
¡Oh que bien se está aquí mi Dueño amado!,
ante las gradas de tu Santo Altar.
Bebiendo de la fuente de agua viva,
que brota de tu pecho sin cesar.
Quien pudiera vivir eternamente,
en aquella divina soledad,
gozando de tu amor y tu hermosura,
en un éxtasis dulcísimo de paz.